El lado invisible de la inteligencia artificial: ¿Quién paga la cuenta del futuro?
Creamos tecnología para hacerle la vida más fácil a las personas. Y sin embargo, esa misma tecnología que puede mejorar vidas, también puede traer consecuencias si no se usa con conciencia.
Por Horacio Llovet
CEO y Fundador Nawaiam, Conferencista internacional
Vivimos fascinados con lo que la inteligencia artificial puede hacer. Nos responde, nos ordena, nos resume. Nos ahorra tiempo, nos ayuda a pensar, incluso a decidir. Y en esa vorágine de avances tecnológicos, pocas veces nos detenemos a pensar: ¿qué hay detrás de esa respuesta? ¿Quién —o qué— paga la cuenta energética de esta revolución?
Lo digo como alguien que está profundamente involucrado en este mundo. Desde el desarrollo de una plataforma que utiliza videojuegos y algoritmos de inteligencia artificial para comprender el comportamiento humano, vivimos de cerca la potencia —y también los desafíos— de estas herramientas. Creamos tecnología para hacerle la vida más fácil a las personas. Para ayudarlas a descubrirse, para conectar mejor con el mundo laboral, para liberar su potencial.
Y sin embargo, esa misma tecnología que puede mejorar vidas, también puede traer consecuencias si no se usa con conciencia.
La IA parece intangible, mágica, casi etérea. Pero la realidad es bien concreta: para que un modelo como ChatGPT o cualquier otro funcione, se necesita una infraestructura física monumental. Granjas de servidores, procesadores de altísima potencia, sistemas de refrigeración constantes. Energía, agua, recursos.
Y ahí surge una pregunta incómoda: ¿estamos pagando lo que realmente cuesta todo esto? Hoy una suscripción a un sistema de IA puede rondar los 20 o 25 dólares al mes. Pero, ¿ese precio refleja el verdadero costo energético y ambiental? La respuesta es no. Se paga por la comodidad, pero no por el impacto. El modelo es poderoso, pero no del todo sostenible.
Esto no es una crítica al avance. La historia nos demuestra que toda innovación arranca con altos niveles de consumo, y luego aprende a optimizarse. Pasamos de la lamparita incandescente a la LED. De autos que devoraban litros, a motores eléctricos más eficientes.
La evolución siempre busca eficiencia. El desafío es si vamos a lograrlo esta vez antes de que el costo sea demasiado alto.
Y como alguien que forma parte activa de este ecosistema tecnológico, esa pregunta me toca de cerca. No se trata solo de qué tan rápido podemos escalar. Se trata de con qué valores lo hacemos. Creo que la tecnología tiene sentido cuando se pone al servicio de las personas. Que el dato es importante, pero más importante es el propósito con el que se lo utiliza.
El futuro del trabajo no se define sólo por lo que las máquinas pueden hacer, sino por lo que nosotros decidimos hacer con ellas.
Porque si solo buscamos eficiencia, velocidad y automatización, sin cuidar el ecosistema que sostiene todo eso, el progreso se vuelve frágil. O peor, injusto.
La inteligencia artificial no alcanza con ser artificial. Tiene que ser humana, ética, consciente.
No es solo cuánto consume un algoritmo. Es qué decidimos hacer nosotros con eso que consume.
Porque el futuro no es lo que viene. Es lo que elegimos construir.